Haciendo limpieza de libretas, apuntes, etc... encontré este texto que escribí en bachillerato. QUé nostalgia! Definitivamente, mis mejores años han sido los que pasé en bachillerato (de momento XP).
Había tramontana y el viento levantaba la arena de la playa con su fuerza imperiosa haciendo que las pequeñas piedras salpicaran mi piel. Las olas del mar rompían con fuerza en la orilla y se llevaban la arena mar adentro, creando un gran escalón que dificultaba entrar y salir del agua a la poca gente que quedaba disfrutando de la playa al final de la temporada.
De pronto noté que alguna cosa tiraba de mí. Era mi pequeña Diana, un
setter cruzado de gran atractivo, con una mirada tranquila que no le hacía ninguna justicia. Tenía un el pelaje marrón oscuro que le cubría toda la espalda y la cabeza; por las patas, la barriga y alrededor de los ojos, el marrón oscuro se esclarecía; y por su delgado y fino morro, el pelaje era mucho más corto y empezaba a encanecerse.
El pobre animal quería correr pero el collar se le cercaba en el cuello y lo estaba asfixiando. Entonces solté la correa y la perrita empezó a correr como una desesperada por toda la playa, parándose de vez en cuando para cavar un hoyo y, reanudando su carrera cuando se cansaba de cavar; pero siempre lejos del agua... le asustaba mucho. Parecía incansable.
El sol empezaba ya a descender de las alturas para posar-se por detrás del mar. Llamé a Diana unas cuantas veces. Nunca me hacía caso, siempre hacía lo que quería. Cuando la conseguí atrapar y atarle la cadena, caminamos hacia el
Camino de las rocas, que nos quedaba a la derecha mirando cara el mar.
En ésta época casi nadie paseaba por éste camino. Éste camino se adentraba entre las gigantescas rocas que se posaban al lado del mar, creando una pequeña montaña a pie de la costa; y a éste se le juntaban otros caminitos más pequeños. También te llevaba a las casas que se habían construido por allí y, por tanto, pasabas por los muros que rodeaban dichas casas. También, después de caminar media hora, te encontrabas con una pequeña torre medio derruida que estaba más elevada del camino; pero incluso se podían ver las ventanas del piso más alto. El muro del camino que impedía subir a la torre estaba cubierto de plantas trepadoras verdes y frondosas.
Debajo de las plantas se ocultaba una pequeña puerta de rejas que nadie podía ver si no la buscaba. Yo la encontré por casualidad. Mientras paseaba con Diana, ella se metió por debajo de las plantas y tuve que ayudarla a salir porque una vez dentro se asustó. Entonces fue cuando encontré la puerta. En un primer momento no la podía abrir por culpa de todo el óxido que tenía acumulado. Tuve que abrirla a base de patadas.... muchas patadas. Le quité todo el óxido que pude que la había bloqueado y, después la desbloqueé con un palo de hierro que encontré cerca de la puerta para que no se cerrara detrás de mí.
El primer día que entré en el recinto de la torre pensaba que me moría de la vergüenza que me daba que me encontraran allí. Era un recinto muy grande, más de lo que me había imaginado con lo que había podido ver desde el caminito. Era enorme. Dentro de la torre estaba todo en ruinas; el suelo resonaba con cada paso que daba y el murmureo del viento se volvía más claro cuando me acercaba a las paredes medio destrozadas y las ventanas rotas; aunque me asustaba, parecía que cantaran una bella canción que me reconfortaba. Estaba en uno de esos momentos en que se dice que uno está en plena armonía consigo mismo. El hecho era que quería que el tiempo se parara en ése instante y en ése lugar.
En el jardín la hierba se había vuelto muy espesa y tenía el aspecto descuidado y dejado que esperaba. También habían muchas plantas de aquellas que todo el mundo tilda de malas hierbas. Éste lugar era un paraíso para ellas; se notaba que eran felices allí. Las plantas tenían allí un lugar para vivir sin que nadie les dijera cómo, sino que eran libres de crecer por dónde quisieran. Aunque ése sitio era horrible para muchas personas, era bellísimo; era un lugar que representaba el deseo de ser libre que todo el mundo anhela.
La capa de cielo azul lo cubría todo con recelo. La madre naturaleza se había confabulado con el cielo y, por eso guardaba la entrada debajo de sus bellos cortinajes, tan bellos que nadie se había atrevido a cortarlos. En su interior, las flores bailaban al compás de la canción que les brindaba el viento por su belleza y colorido. Aquella vista desde el tejado de la torre era magnífica. La única cosa que me molestaba era el olor de la humedad del mar, que cada vez se hacía más pesado.
Estaba bajando por la escala de la torre cuando la canción del viento cambió. Ahora parecía más alegre. Me paré en el segundo piso. La curiosidad me venció y no pude resistirme a visitar cada una de las habitaciones. La primera puerta que abrí fue la que había al fondo de un pasillo estrecho y alto. La habitación aún estaba amueblada tenía una ventana bastante grande a la izquierda; enfrente, una cama de matrimonio con sábanas amarillentas y rotas; había dos mesitas de noche, una a cada lado, con sus lámparas; y un banco al pié de la cama. No había ningún cuadro y tampoco ninguna fotografía.
La segunda habitación era exactamente igual que la primera, excepto porque tenía una reja en la ventana. Si no fuera por los muebles habría pensado que era una celda. La tercera puerta no se abría. Parecía cerrada con llave. Por suerte por entonces frecuentaba lo que llamaban malas compañías y, no tuve mucho problema en usar un instrumento para abrirla.
Cuando por fin se abrió y empecé a empujar la puerta, el viento enfureció y la cerró de golpe. Noté en mi nuca un aliento que susurró un sonido inteligible. Mi corazón se aceleraba por segundos. El miedo se apoderó de mí y me paralizó. Finalmente pude salir corriendo. Caí por las escaleras y, cuando ya estaba cruzando el jardín, ya hacía rato que las lágrimas dibujaban el contorno de mi rostro. No podía más. El tobillo me dolía pero no paré de correr.
La puerta de reja estaba cerrada. No entendía cómo, pues había puesto un hierro para que no se cerrara. El susurro seguía detrás de mí. Empecé a notar unas caricias por la espalda. ¡Alguien me estaba tocando! Finalmente la puerta cedió y se abrió y yo me alejé de allí tan rápido como pude, ni siquiera me paré para ver si Diana me seguía, aunque oía sus ladridos no muy lejos de mí y, a cada paso, se iban acercando más.
La incursión me costó una semana de vendaje y un buen susto. Desde entonces Diana estaba muy rara. Me miraba con unos ojos distintos, penetrantes. No le podía aguantar la mirada ni un segundo, pero ella no dejaba de mirarme. Me ponía nerviosa.
Mis paseos con ella se reducieron a la mitad. Su compañía me provocaba malestar. Su actitud también cambió; ya no corría por la playa ni cavaba, sino que se quedaba pegada a mí.
Los días pasaban y todo seguía igual que como después de aquello. Diana seguía pegada a mí y su mirada cada vez era más penetrante. Aún así, ya no era incómoda, sino que infundía tristeza. Empezé a pensar más y más en la torre, en cómo me sentí antes de encontrar aquella habitación. La habitación. ¿Porqué no podía entrar?
Una tarde, en la hora de pasear, Diana se escapó. Intenté seguirla lo más rápido que pude. Sin darme cuenta me encontré delante de las frondosas plantas trepadoras. La puerta de reja estaba abierta. Sabía que Diana había entrado ahí otra vez. El viento movía las hojas inquietas. Los ladridos de la perrita venían del segundo piso. Estaba delante de la puerta cerrada con llave, la que intenté abrir una vez. El susurro volvió. Diana me miraba fijamente con su mirada penetrante. La puerta se abrió chirriante.
- ¿Te quedarás conmigo?
- Sí.